viernes, 18 octubre, 2024
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Mundos íntimos. Mi mamá quedó embarazada soltera. Mi abuela la llevó a abortar pero ella se resistió. Y aquí estoy yo, ahora.

En casa era normal que volaran cosas. Volaban platos, cubiertos. Volaban ojotas, artefactos. A veces volaban tortazos; puteadas casi siempre. Todo era dramático hasta el grotesco. Sobre todo los mediodías, durante los almuerzos. Mi abuela Elvia y su hija menor, mi mamá Clelia, eran el epicentro neurálgico de un apocalipsis familiar eternamente en ciernes. Cualquier comentario no medido de mi abuela podía motivar altercados truculentos entre ellas que despertaban a diario rencores acentuados como bombas sucias que dinamitaban, íntimamente, todo a su alrededor.

¿Los motivos? Sobraban, al menos para Clelia. En el fondo la razón era una sola: yo. Clelia tenía dieciocho años cuando quedó embarazada de mí. Comenzaba a germinar la década del 80, y mis abuelos eran gentes muy de las apariencias, muy del qué dirán. Mi abuelo Alfredo Demetrio era hijo de inmigrantes italianos, chapista de oficio, tenía un taller en el fondo de casa en el barrio Central Norte de Resistencia. Elvia, mi abuela, era correntina, ama de casa. Criaron tres hijos: Jorgelina, Alfredo y Clelia. Se sentían parte de un sector social con movilidad ascendente o que querían parecerlo y pregonaban los sistemas familiares de época. Por eso no tuvieron mejor reflejo que llevarla a abortar por pudor.

Alfredo Germignani el día que empezó la escuela primaria, con su mamá y Víctor, su pareja

Alfredo Germignani el día que empezó la escuela primaria, con su mamá y Víctor, su pareja

-Doctora, saque esa cosa de dentro de mi hija”, dijo doña Elvia. Mi mamá estaba sentada a su lado, atajándose los goterones, cuando gritó: -¡Yo voy a tener a mi hijo!

-Señora, yo no le puedo practicar un aborto así a su hija, respondió la doctora: ¿No ve que la chica quiere tenerlo?

-Pero, ¿no se puede hacer nada?, insistió la abuela Elvia, algo fastidiada.

Alfredo Demetrio el patriarca era un hombre alto y corpulento, de ojos celestes y temperamento volcánico. Solía decirle a Clelia: “Te vas a juntar con un negrito solo por hacerme la contra a mí, ya vas a ver”. Jorgelina, la mayor de sus hijas, advirtió tempranamente la presión diaria de esos mandatos claustrofóbicos y se mandó a mudar a Buenos Aires. Años después, para esconderla del qué dirán, Elvia mandó a Clelia con la hermana, lejos de Resistencia.

Con su abuela, doña Elvia, Alfredo Germignani tenía una relación complicada.

Con su abuela, doña Elvia, Alfredo Germignani tenía una relación complicada.

La tía Jorgelina ya estaba juntada con su marido, un chofer de ómnibus y taxista de rasgos pícaros y eternos mostachos, que laburaba todo el día. El tío Manucho fue el último en enterarse que Jorgelina depositó en Clelia, durante casi la mayoría de los meses de embarazo en Buenos Aires, la confianza de encargarse de todas las tareas domésticas. Trapeaba pisos, baños, colgaba la ropa húmeda, cocinaba, barría. Un día volvió temprano del laburo el tío Manucho, y la vio a Clelia parturienta haciendo equilibrio en una escalerita empinada de peldaños pequeñitos con un fuentón repleto de ropas húmedas, y se enojó mucho con la tía Jorgelina y armó menudo escándalo.

¿Y Progenitor? ¿Dónde estaba mi Progenitor? A Clelia la habían sustraído de su propia vida, así sin más. Y Progenitor no llegó a enterarse que Clelia estaba embarazada sino mucho después, aunque tampoco fue de gran ayuda.

Cómo terminamos primero en Rosario, Santa Fe, donde nací, pero no me registraron, y después en Cote Lai, pueblito ubicado a 67 kilómetros de Resistencia, sigue siendo un misterio para mí. Lo cierto es que mi tío Alfredo, hermano de Clelia, nos llevó a Cote Lai a un ranchito sin luz y nos dejó ahí. Clelia me contaría que sólo una velita había encendida, derritiéndose como su vidala en el medio del campo.

Clelia era de la idea que me llamara Nahuel Tupac. Siempre me gustó ese nombre. Lamento no haberlo tenido. Me inscribieron en el registro civil de Cote Lai, con lápiz negro, en modo borrador, porque mamá no estaba decidida del todo, con el nombre de Alfredo Eduardo Germignani, igual al nombre de mi tío, un homónimo. Al día siguiente, cuando fueron a confirmar Nahuel Tupac, un agente del registro les dijo que habían tenido visita de supervisores y que aquello que había sido escrito como excepción pasó a tinta perenne, por lo que me llamaría Alfredo Eduardo para siempre.

Nunca me gustó llamarme igual que mi tío. Lo detestaba, a mi nombre y un poco a mi tío. Era un tipo tosco y tacaño que hablaba a los gritos, y siempre argüía tener razón en casi todos los órdenes de la vida. Muy toxic. Fue su novia de entonces, cuyo nombre ignoro, quien lo reprendió cuando se enteró que había llevado a su propia hermana a un campo en Cote Lai y la había abandonado allí, así que lo obligó a buscarla.

A todo esto, Progenitor se dignó a entrar en escena. Supongo que procuró hacerse cargo, aunque jamás lo logró, ni antes ni nunca. Volvimos a Buenos Aires, pasamos por Comodoro Rivadavia, Santa Fe, Córdoba, buscando parecer una familia normal capaz. Pero no lo éramos. Nunca lo seríamos. Progenitor era team poliamor y Clelia lo enganchó flirteando con una vecina, final de partida. Clelia preparó sus petates y se mandó a mudar sin aviso previo. Un día Progenitor volvió al departamento y ya no había más Clelia ni bebé Alfredo.

Mamá siempre decía que Progenitor nunca cumplió con la cuota alimentaria, y tenía razón. También tuvo razón cuando, un poco harta de verme padecer carencia paterna durante la primera adolescencia, me dijo que yo me salvé de tener un padre.

Yo tenía unos tres años cuando Clelia volvió conmigo a Resistencia. Don Alfredo Demetrio y Doña Elvia no la aceptaron enseguida, tuvo que quedarse a vivir en casa de la familia Aranda, a dos cuadras y media de la vivienda de mis abuelos. Doña Tota era la matriarca de los Aranda, y Clelia siempre aseguró que ella sí, ella sí fue su verdadera madre. Se lo decía a mi abuela Elvia a los gritos, por si alguna duda le quedaba, revoleaba lo que tuviera a mano. “Ay Clelia, Clelia, vos siempre hacés lío por todo”, refunfuñaba Elvia, lastimosamente, acomodándose las gafas con el canto interno de la mano: “Ay Clelia, Clelia, con vos no se puede hablar…” Ya para mis cuatro, cinco años, mis abuelos finalmente nos aceptaron a Clelia y a mí. Vivíamos todos juntos, mi tío Alfredo Eduardo y su nueva pareja también -con quien Clelia nunca simpatizó. Mamá y yo teníamos una piecita, de dos por cuatro. A veces la puerta quedaba abierta, y yo los veía empujarse a los gritos por el pasillo. Era Clelia, siempre Clelia contra todos los demás. Clelia me decía: “Vení a ayudarme hijo”. Y yo la socorría imaginando que en realidad jugábamos al trencito.

Mi abuela Elvia tenía especial predilección por su hijo Alfredo Eduardo, que construía aviones de combate en escala y los pintaba y los exhibía en unos anaqueles en el comedor. Una vez uno de esos preciados tesoros se rompió y me responsabilizaron a mí, y la ligué. Elvia agarró la ojota y me dio duro en las manos hasta que ardió. Sin embargo, el culpable del gran crimen no había sido yo, sino la Vicenta, que era una de las chicas que mi abuela traía del campo para que la ayudara con las labores domésticas. Clelia ponía el grito en el cielo cuando mi abuela o mi tío me fajaban; tremenda escaramuza se armaba cuando ella volvía de la oficina.

Clelia había preferido trabajar. El patriarca Alfredo Demetrio le había dicho que estudiara Derecho en la Universidad, que él y la abuela se iban a ocupar de mi crianza. Ella le dijo que no, que se ocuparía ella misma, como corresponde, de mi crianza. Del patriarca tengo recuerdos efímeros, aunque intensos. Me ponía moneditas en las manos para que comprara golosinas en la escuela. Me acuerdo dándome de comer, en su mano viajaba un tenedor -que en realidad era un avión- rebosante de fideos aceitosos nevados en queso rallado. Falleció en 1987 o 1988, por una complicación intestinal. “Se fue el viejo, se fue el viejo”, repetía, desconsolada, doña Elvia por los pasillos de la casa. Clelia me dijo que se había vuelto una estrella, me agarró de la mano y me llevó hasta el patio del fondo y me dijo: “Mirá, allá está brillando el abuelo”.

“Dos veces me pegó mi papá cuando era adolescente, dos sopapos fueron. Y tenía sus razones”, me confesó mamá una vez. Clelia también supo colocarme dos sopapos, en dos momentos diferentes, también cuando era adolescente. Y también tuvo sus razones. Ella recordaría a su papá con angustia y nostalgia. Angustia por lo que fue y no fue. Nostalgia por lo que pudo haber sido. Visitamos con Clelia su lápida en el cementerio municipal San Francisco Solano de la ciudad un puñado de veces. Nada más.

En algún momento me di cuenta que mi tío Alfredo Eduardo se transformó en una figura masculina que yo observaba con recelo. Llegué a odiarlo primero secretamente, después públicamente. Sentía que se había quedado con todo, con el amor obstinado de doña Elvia y con el negocio del abuelo y con propiedades. La abuela siempre lo terminaba defendiendo ante cualquier planteo que Clelia interpusiera. “Guacho, guacho, salí de acá”, solía recriminarme doña Elvia para rajarme de su habitación. “¡Ah no! ¡Ah no! ¡Ah no! ¡Guacho, no!”, salía en mi defensa Clelia, y el zipizape entre ambas volvía a empezar.

Clelia nunca pudo perdonarle a su mamá todo lo que le hizo pasar por haber quedado embarazada. La llamó puta, atorranta, golfa. Los últimos diez años doña Elvia se la pasaba diciendo que iban a comerla los gusanos, la devorarían las larvas comecarnes, que ya se estaba muriendo. Eso no ocurrió porque sus restos mortales fueron cremados en 2010. Clelia la cuidó y la atendió durante sus últimos meses -su querido hijo no. Dijo que durante esos últimos días le había dado como madre lo que no había podido darle antes en vida; a su manera, supongo que se habían reconciliado.

“Yo tengo mucha mierda adentro, y nunca me la pude sacar”, me confesó mamá. En 2017 le detectaron un tumor que hizo metástasis en su cerebelo, murió cuatro meses después. El tío Alfredo Eduardo nunca se despidió a pesar de habérselo advertido personalmente. Nunca entendí su parte de la historia. Sobre todo, porque Clelia lo contuvo desde lo emocional tras la conflictiva separación que mantuvo con su esposa e hijos, mis primos. “No puede ser, cómo no van a venir a visitarlo al padre, los propios hijos, lo dejaron solo”, me decía Clelia: “La sangre tiene que tirar”. “Mirá, Cleo, yo no creo que sea tan así, pero bueno, no sé”, respondía yo.

Mi tío Alfredo Eduardo murió un par de años después de Clelia, un ataque al corazón lo agarró triste, solitario y final. La tía Jorgelina falleció durante la pandemia. Fue a visitarla todos los días a su hermana Clelia cuando estuvo internada con cáncer en el Sanatorio Sagrada Familia y en el Hotel de las Provincias en Buenos Aires, se quedaban conversando y riendo mientras veían en la televisión “La familia Ingalls”.

Yo sigo pensando que hay que buscar en el cielo la estrella que brilla. Mamá es hermosa. Tiene ojos verdes. Me sonríe. Es de mañana, muy muy temprano. Llevo un guardapolvo blanco, mido un metro y treinta y tantos centímetros. Mi mente parece suspendida. No pienso en nada, o no sé bien qué pienso. No sé si estoy pensando en algo. Si es que puedo pensar. Si es lo que pienso más de lo que deseo pensar o estar pensando. Mi actitud es compenetrada, como la de un detective que está a punto de descubrir un complot alienígena para conquistar nuestra colonia. De pronto me invade un terror específico, una sensación de desdoblamiento. Mamá me tiene tomado de la mano. Es un sanatorio. Ella agonizando en la cama; yo enredo mis manos en sus manos. Vuelvo la mirada hacia arriba y los ojos de mamá brillan cuando me miran. Me gusta que brillen así. Pero no siempre brillarán así. Aunque siempre brillarán así.

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Alfredo E. C. Germignani (Chaco, 1981). Es escritor, dramaturgo, editor de libros, y ruidista. Es fana de los videojuegos y las pelis de terror y ciencia ficción de los años 80 y 90 y la literatura new-weird. Le gustan los monos, las palmeras, el sol y los buenos calores. Junto al escritor Guido Moussa, creó el universo literario tropical, representado en las novelas escritas a cuatro manos “Trilogía de la Música”, “Sabemos quién mató a Nisman” y “Putin vencerá”. Forma parte del colectivo y sello editorial “Literatura Tropical”, junto a Agustina Bartoli y Laura Anahí Aguirre. Vive y trabaja en Resistencia junto a su compañera Laura, tiene tres hijos. Es hincha de Boca y Sarmiento.

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