En casa era normal que volaran cosas. Volaban platos, cubiertos. Volaban ojotas, artefactos. A veces volaban tortazos; puteadas casi siempre. Todo era dramático hasta el grotesco. Sobre todo los mediodías, durante los almuerzos. Mi abuela Elvia y su hija menor, mi mamá Clelia, eran el epicentro neurálgico de un apocalipsis familiar eternamente en ciernes. Cualquier