«No hay medicina que cure el origen de clase, ni siquiera el dinero que puede llegar luego, o el prestigio social que se adquiera. Es una herida de cuyo dolor te defiendes, e incluso ante tus propios hijos ya desclasados sacas las uñas de animal de abajo», escribía en uno de sus «Diarios» Rafael Chirbes.
Se refería a la perdida de conciencia de clase de esta «nueva» naturaleza social que se caracteriza por su frialdad y su indiferencia. La clase obrera ya no va al paraíso. Es la gran perdedora de la globalización, con la imposición de una ideología económica que sus valedores presentan como una deriva simple y natural producto del «mercado, amigo»: privatizaciones de bienes y servicios públicos; recortes sociales; eliminación del tejido industrial; el libre movimiento internacional de capitales y de empresas; contención en los salarios, pero no en los beneficios; la competitividad basada en el trabajo precario y mal pagado, que ha provocado el nacimiento del «precariado», esas amplias capas superpuestas de trabajadores que no tienen conciencia de clase pero acumulan resentimiento, insertos en dinámicas de explotación, amenazados por el extractivismo productivo y falta de garantías sociales enredados entre discursos de miedo y competencia que les exige ser hostiles antes que hospitalarios de clase.
Tal vez la épica haya desaparecido, pero los obreros siguen ahí. Ahora que nos hemos dado cuenta que en nuestro país sólo hay dos clases, y no estamos en la que pensábamos, la ficción de ser clase media y no un proletario de toda la vida, se desvanece. Aún así, la realidad manifiesta una cierta urgencia por habitar la desdicha: pobres que votan a millonarios y encumbran la figura de un oligarca oxigenado como nuevo héroe de la clase blanca trabajadora. Quién lo iba a decir.
Aunque no se lo crea, en otros tiempos, el fútbol también luchó por sus derechos. Hoy se sitúa al norte de la extravagancia, y cuesta creer en se identifique en la toma de medidas solidarias. Pero los futbolistas de élite no son extraterrestres: son ciudadanos con sus deberes y sus derechos, tan responsables como usted y como yo –aunque se les haya olvidado– de cuanto ocurre a su alrededor. La pelota también tuvo sus huelgas. Reclamos por derechos laborales, como sueldos más altos, vacaciones pagas, aguinaldo, indemnización por despido, libertad de contratación.
Así nació la huelga de 1948, tal vez la más importante del fútbol argentino. Con el respaldo de Futbolistas Argentinos Agremiados (creado en 1944), se exigieron los mismos derechos que los trabajadores formales, con resultados positivos. Otra medida de fuerza se originó en 1971, en demanda por la creación del estatuto del futbolista. Un problema no resuelto que se volvió activar en la huelga de 1975, cuando River se consagró campeón, después de 18 años, con un equipo de jugadores de inferiores. En 1988 se produce una nueva medida de fuerza exigiendo una mayor seguridad en los estadios. Claudio Zacarías, jugador de San Lorenzo, es alcanzado por cristales en el vestuario por una bomba de estruendo y casi pierde un brazo. Otra huelga se repite 1997 por la libertad de contratación de seis jugadores del Deportivo Español. Finalmente, en 2017, se volvió a parar por un atraso en el pago de los salarios.
Ya no buscamos soluciones comunes, ahora creemos que nos salvamos solos. No es verdad. No nos salvamos solos. La fuerza está en lo colectivo, en el acompañamiento, en el cuidado de unos a otros, para sostenerse, para rebelarse, para cambiar las cosas. Para dejar de ser presente y volver a ser futuro.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979.