Hay equipos angelados. Tienen un aura distintiva que los diferencia de los demás. Van completando los ítems de un formulario imaginario del futbolero, porque juegan bien, respetan un estilo, tienen un crack y cumplen el mandato de las tres G: ganar, gustar y golear. Hay equipos que están angelados. Aunque pertenezcan al Diablo. Eso ocurrió con el Independiente 1983/84, que se llevó todos los títulos que tuvo en el camino, coronándolos con la gloria máxima de ser campeón del mundo en Tokio frente al Liverpool, en el inolvidable 9 de diciembre de 1984.
El Pato Pastoriza. Ese líder que sabía inculcarle a sus muchachos una filosofía de juego, pero también de la vida. Lograba un clima único, donde los jugadores se sentían hermanados, dentro de la mentada familia que era Independiente. Como un hijo pródigo teñido de Rojo, había regresado a dirigir al club a mediados del ‘83. Contaba con una excelente base. Enseguida hizo algunos retoques en defensa y en ataque. En el medio no había nada que mover, porque las piezas de ese ajedrez eran sublimes en cualquier tablero: Giusti – Marangoni – Bochini – Burruchaga.
Referente ineludible y capitán de aquel equipo, Enzo Trossero es una leyenda en la historia de Independiente. Consultado por Infobae, evocó como fueron los pasos que desembocaron en la obtención de la Intercontinental: “Apenas llegó, el Pato empezó a poner a los chicos de las inferiores que venían jugando muy bien, como Reinoso, Percudani, Merlini, etc. Pero el equipo andaba más o menos, hasta que en una reunión el Bocha, que tiene su personalidad, aunque muchos piensen que no, saltó y dijo dirigiéndose a los pibes: ‘A ustedes les cuesta ganar’. Pastoriza se dio cuenta y comenzó a hacer una mezcla entre experiencia y juventud que dio un resultado fantástico, porque después de haber salidos dos veces subcampeones de Estudiantes con Nito Veiga como DT, nos dimos el gusto de ganar el torneo de 1983. No solo eso, logramos lo que la gente de Independiente más quería que era volver a la Copa Libertadores, que también la ganamos. Y la Copa Intercontinental contra el Liverpool en Tokio, donde nos daban por perdedores, salimos adelante y levanté el trofeo como capitán. Tuve un duelo aparte con Ian Rush, que era bravísimo. Medía 2 metros y con los codos lo acomodaba para saltar (risas)”.
¿Independiente sería capaz de traspolar ese dominio continental en la final contra el campeón del Europa? Allí estaba el gran desafío, que prontamente comenzó a dilucidarse. Iban apenas seis minutos. Ni el Rojo ni el Liverpool habían logrado generar peligro, hasta que llegó esa jugada, la más importante en la vida deportiva de Mandinga Percudani, que así la evocó para Infobae: “Burruchaga trabó una pelota justo en el círculo central que derivó hacia la posición de Marangoni. Me puso un excelente pase de primera. Corrí unos 20 metros controlando dos veces con la derecha para definir cruzado con zurda ante la salida del arquero. Hice todo a una gran velocidad y el toque fue justito, porque me había achicado casi a los pies. Lo grité antes que entrara y salí corriendo como loco de alegría. Era una situación increíble para mí que tenía solo 19 años y estaba haciendo el gol de la final del mundo integrando el mejor equipo de la historia de Independiente”.
El gol se gritó en todo el país por dos factores. El primero es que hace 40 años, salvo el clásico rival, el resto hinchábamos por el equipo argentino. Y el segundo tenía que ver con una situación especial, que nos tocaba a todos y se recortaba por sobre el hecho deportivo. En esa dirección viajan los recuerdos de Eduardo Sacheri, en diálogo con este medio: “Lo vi en mi casa con mis mejores amigos del barrio, Andrés y Cristian, que eran de Boca y San Lorenzo, más mi hermano, hincha de River. Se vinieron a verlo porque en ese partido había como una cosita nacional bastante marcada. Todos ubicamos la importancia del encuentro Argentina – Inglaterra del Mundial ‘86, pero la primera vez que nos vimos la cara con un equipo inglés fue en la final de la Copa Intercontinental del ‘84. La sensación era que ese día, Independiente era mucho más que Independiente”.
Alejandro Barberón debutó en la máxima categoría en el ‘78 y enseguida se dio el gusto de dar la vuelta olímpica con Independiente. Unos años más tarde fue transferido al fútbol colombiano. Allí actuaba, cuando un día de comienzos del ‘84, el destino iba a jugar una carta inesperada, como nos lo recordó con alegría: “Era verano y estaba preparando las cosas con la familia para ir la playa en Necochea, donde estaba Independiente de pretemporada. Pasé por el hotel a saludar a los muchachos y cuando el Pato me vio, me encaró: ‘¿Qué estás haciendo acá sin el bolso (risas)?’ Le expliqué que estaba de vacaciones y que me esperaban en Millonarios. Me miró fijo y dijo: ‘Quiero que te quedes acá. Este año te necesito porque vamos a salir campeones de la Libertadores y la Intercontinental en Japón. Mañana empezás a entrenar’. Así era el Pato, un ganador nato. A principios de año ya sabía que íbamos a ser campeones de todo”.
Para los futbolistas, si bien no era el tema central, la situación por la guerra tan reciente rondaba entre ellos. “Estaba en el ambiente el tema de Malvinas”, recuerda Barberón. Y sigue: “Pero en la previa casi no se habló de eso, hasta el momento de entrar a la cancha, cuando estábamos a metros del césped, el Pato nos dijo: ‘Vamos a demostrarles lo que somos a estos ingleses por lo de las Malvinas’ y algunos insultos al aire que hicieron que salgamos con ganas de comernos la cancha”.
Se podría prever un gran choque, con dos cuadros ofensivos. Independiente había tenido actuaciones memorables en la Copa Libertadores que lo depositó allí, como la gesta increíble ante Olimpia, en su último partido de la fase de grupos, ganado sobre la hora. Y la brillante demostración de fútbol frente a Gremio en Porto Alegre, en la primera final, donde el 1-0 final se escindió de la realidad, por la aplastante superioridad de uno sobre el otro. Liverpool era un excelente equipo, vigente tricampeón de su país y vencedor de la Champions por penales ante una Roma que contaba con astros como los brasileños Falcao y Toninho Cerezo y los italianos Conti y Graziani, campeones del Mundo en España ‘82.
Fue un partido áspero, sin tanto vuelo futbolístico como se podía esperar, como lo recuerda Sacheri: “Se abrió muy rápido con el gol de Percudani. A partir de allí, Independiente fue regulando el juego y lo llenaron de centros. Por ese motivo, haberlo tenido en el arco a Carlos Goyén fue importantísimo, por la tremenda seguridad que daba de arriba, donde parecía imbatible. También recuerdo alguna gran jugada aislada. Fue un partido luchado, sufrido. No padecido de esos que te están cascoteando en forma permanente. Le cedimos la iniciativa al Liverpool y se lo pudo aguantar bastante bien”.
Los detalles están en la memoria de Percudani como si hubiesen sucedido hace apenas unas horas: “Luego de una larga concentración viajamos hacia Japón, donde llegamos una semana antes del partido. El Pato Pastoriza nos dejó varios momentos libres para hacer compras y conocer. La idea era poder descansar para estar tranquilos de cara a una final que era importantísima por todo lo que estaba en juego por el tema Malvinas. Gracias a Dios nos salió bien. Entre nosotros se hablaba poco de eso en la previa y sentíamos el lógico amor propio de los argentinos. Es justo decir que los ingleses se portaron 10 puntos, ya que supieron perder y nos saludaron con corrección cuando terminó”.
Los dos delanteros del cuadro inglés, el escocés Kenny Dalglish y el galés Ian Rush, configuraban un peligro para cualquier defensa del mundo. Era altos, potentes y de buen cabezazo. Sin embargo, aquella medianoche argentina, mediodía en Tokio, fueron neutralizados por esa dupla de centrales que se conocía de memoria y complementaba a la perfección: Hugo Villaverde y Enzo Trossero. Como las parejas desparejas de cine, eran muy diferentes. El primero, morocho, flaco, ágil, llegaba siempre a los cruces, como un eximio tiempista y jamás cruzaba la mitad de la cancha. El segundo, rubio, de un físico fibroso y una potencia extrema a la hora del remate, que le permitió convertir muchos goles en sus prolíficas excursiones ofensivas.
La empresa automotriz auspiciante tenía por costumbre entregar un automóvil (con enorme llave simbólica incluida) al mejor jugador de la final. Obviamente fue para Percudani: “Recuerdo sacarme las fotos con el auto en medio de una gran emoción. Estaba hablado de antemano que, si uno ganaba ese premio, se vendía y repartía la plata, en escala según los minutos que habíamos jugado entre Libertadores e Intercontinental. Como estuve poquito en la copa, te diría que me tocó apenas una tuerca del auto (risas). Son lindos recuerdo, sobre todo para mis hijos y la gente que me quiere de verdad”.
La travesía requería de una importante logística, para ir a las antípodas, en tiempos de escasa comunicación, comparado con lo que ocurre 40 años más tarde. Antes de partir, hubo una visita a la Casa de Gobierno, donde fueron despedidos por el presidente Raúl Alfonsín, confeso hincha de los Rojos, a punto de cumplir un año de mandato. El domingo 2 de diciembre se inició un viaje extenso y particular, como lo recuerda Percudani: “Teníamos un cuerpo técnico fabuloso encabezado por el Pato Pastoriza, que tenía una picardía única. Había hecho preparar un cargamento de salames y quesos para que no olvidáramos nuestros hábitos y seguir compartiendo lindos momentos con las cosas de todos los días. Lo raro fue que estábamos vestidos impecables con trajes en el avión cortando esas cositas para la picada improvisada a miles de metros de altura (risas)”.
La impronta de los grandes equipos también queda marcada por conocer todos los aspectos del juego. Independiente sabía que aquella sería una confrontación dura y frente a un adversario que iba a elevar la vara. Archivó el lujoso traje de gala que tan bien le sentaba, para sacar a relucir la ropa de trabajo, que habitaba en el placard, para determinadas ocasiones. Quizás por eso no se lucieron tanto el Bocha, Burruchaga o Marangoni, que entregaron apenas destellos de su clase. Los puntales estuvieron atrás, en esa línea de fondo rocosa, aceitada, que no daba ni pedía tregua en ninguna cancha y que cerró una actuación perfecta: Carlos Goyén; Néstor Clausen, Hugo Villaverde, Enzo Trossero y Carlos Enrique.
Fue un partido que inauguró un nuevo hábito para el futbolero argentino. Nunca habíamos visto a un equipo de nuestro país disputar la Copa Intercontinental en Tokio. Fue una hermosa ceremonia aguardar la medianoche de ese sábado, hasta que, por la pantalla de ATC, llegaron las imágenes. Y los sonidos. Sobre todo, los de las implacables cornetas que los japoneses hacían sonar sin descanso.
Eduardo Sacheri también recordó ese detalle puntual y lo que significó el partido: “Era muy gracioso ver al público, donde eran todos japoneses, a los que habían dividido por tribunas, diciéndoles: ‘Ustedes hinchan para estos y ustedes para los otros’ (risas). Esa Copa Intercontinental no era lo que después fue. El lugar y la preponderancia que tuvieron esas finales más adelante. Como en tantas otras cosas, Independiente también fue pionero de esas hazañas en Japón”.
Un sendero que luego iban a transitar River Plate, Vélez Sarsfield y Boca Juniors, cuando ir a Japón era sinónimo de alcanzar lo máximo. Incluso Argentinos Juniors estuvo a un puñado de minutos de consagrarse ante la Juventus de Michel Platini. Pero la leyenda quiso que fuese Independiente y su mística copera el que diera el primer paso. Para ser el mejor del mundo y convertir a la tierra, en el segundo planeta rojo.