Imprenteros, la película, comienza, entre otras cosas, con un video de un cumpleaños de 15 años. Es un video familiar, con rasgos de VHS. Es del cumpleaños de Lorena Vega. Ella describe, en off, todo lo que sucede: una madre en pleno control de la pista de baile y sus participantes, la foto como reina, hermanos que se abrazan y despegan con la misma intensidad, una padre ausente y así la lista. Todo es comedia y verdad. Es un instante que construye el universo de los hermanos Vega, de la familia de imprenteros, por parte paterna, que nunca pudo, una vez que ese padre murió, volver a pisar la imprenta de su vida. Como obra, Imprenteros, ha sido un suceso, uno familiar, creado y dirigido por Lorena (y actuado y contado por ella) junto a sus hermanos y junto a otros actores interpretando a su familia. Iban a ser solo 4 funciones. Ya llegaron a las 600 (el 24 de agosto habrá una función en La Plata). La obra devino libro, y también exhibición. Y ahora en una película, Imprenteros, que ganó el Premio del Público en Bafici este año y que se podrá ver en la sala Lugones y en el Malba. No se trata de la obra filmada, aunque un poco sí, y otro no. La inventiva familiar y su dinámica, ferozmente cómica, y la mirada de Gonzalo Zapico, el codirector, ha hecho de la película otro paso, otra forma, de un relato que abraza feliz sus mutaciones: un mismo relato que existe de manera independiente de sus otras formas, pero que se agiganta en el saber de todos sus literales hermanos. Vega a su vez se encuentra en un momento de plena ebullición, como siempre en su vida creativa: sigue en cartel La vida extraordinaria, Las cautivas, y se vienen proyectos como la secuela de El marginal y más que la tienen a bordo. ¿De dónde nacen sus ganas de contar? “Yo me recuerdo muy observadora, y que tenía una personalidad más bien tímida. Siempre estaba como observando lo que pasaba. En algún momento hice un cambio de personalidad, cuando de adolescente empecé teatro viene el otro click. Siempre me recuerdo más detrás de cámara. Crecí en una familia de esas donde se cuentan y se repiten anécdotas, tanto que se van perfeccionando. Mi papá era de contar. Mi mamá y mis tías era de miran cine en TV abierta, de admirar, de saber biografías de actores, mucho relato del shock cuando supieron que Rock Hudson era gay, y en el caso de papá mucho mundo del tango, mucho de la biografía de los cantantes, muchas cita tanguera, o de cantarlas repentinamente”.
Lorena recuerda mucho: la vida barrial, los relatos sobre vecinos, lo oral como forma de cuento y vida, sus hermanos espiando su diario íntimo, y más. Suma: “Yo disfrutaba de ese acting en los amigos, los que saben contar. Sentís que asistís a una función. Se tejen muchas cosas ahí. Una pasión que se me despertó fue la docencia (ese lugar de habilitar). En el voley yo jugaba de armadora, de habilitar que se arme la jugada. Ahí aparece una línea refuerte, armar, unir, generar, que me permite en Imprenteros convocar a mis hermanos, confiaba que iba a poder guiarlos, hacerlos sentir cómodos, pisar ese terrenode la obra con confianza. Ya más avanzados los años, tenía la intención y deseo de escribir algo inspirado en mi propia historia. No pensé que fuera tan directo. Maruja Bustamante me invita al Rojas, donde nace la obra, y yo le dije que quería una película con la etapa que mi papá se dedicó a criar chanchos. Maruja pescó mi deseo, o mi conexión con contar algo de la propia historia. Ella sabía que mi hermano quería entrar con la camioneta en la imprenta. Ahí surge el trabajo de la obra”.
—¿Cuán visceral es la obra, la película, y cuán meditados son sus límites?
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—Es un equilibrio orgánico. Para mí la obra fue recontra trabajada, pero había algo que me hacía sentir como un músico y su instinto cuando encuentra algo. Tuve un primer armado de la obra, y una amiga actriz vino de casualidad. Siempre hay que estar permeable a que los cambios pasen, y hay trabajos más porosos que otros. Esa amiga me dijo que no hay escenas de mi mamá. Viene Vanesa Maja, que es quien está ahora, y me dice que le de más escenas a mi mamá. Escribí dos momentos más. Por supuesto la obra es el padre, pero se arma el capítulo madre. Alguna vez dijo mi mamá: “Yo estuve acá siempre, y le hacen una obra a su padre”. Por eso para mí la película es más la madre.
—De la puerta para adentro de la imprenta no quisiste contar nada, ni en la película. ¿Por qué esa decisión?
—En la obra, que es la primera pieza, y que cuando la hacíamos pensé que era la única, me parecía que corríamos el riesgo de la victimización y el golpe bajo. Es el precipicio. Tenía que cuidar mucho ese aspecto del trabajo. Pensa que cuando la hice todo el asunto estaba en carne viva. Yo tenía un hilo conductor, como un juego interno, que era “yo voy a decir que hubo un hecho que es injusto, y quiero demostrar desde todo el trabajo porque es injusto ese hecho”. De ahí mis hermanos. Ellos habían estado también en la imprenta. Ellos trabajaron ahí. Yo lo entreviste a mi hermano Sergio para obtener información, jamás pensé que esté en vivo, con una alegría, con ganas, con onda. Sergio me contó que alguien le dice hace poco que la imprenta andaba mal, y desde que vió la obra, repuntó la imprenta. Yo le dije: él recuperó la alegría de hacer lo que hace, porque vos transmitís eso. Cuando empezamos pensé ¿cuánto va a querer estar? Yo en aquel momento tan solo quería hacer esas cuatro funciones, que ellos no sintieran vergüenza y yo no sentirme ridícula hablando en primera persona. Eso lo volví a sentir mucho con la película, el nervio de que sea la piedra en el zapato eterna. Cuando le dije que Sergio tenía que estar, tenía que estar Fede, y él se reía de que me obligaba a filmarlo, me decía que así no tenía que hacer dos notas en vivo en la obra.
—¿Qué sentís es hoy “Imprenteros”?
—Ese juego con lo autobiográfico, de no caer en la victimización y el revanchismo, me permitió pensar en “esto es un hecho ¿qué pasa después?”. Mi queja concreta era no haber podido hacer el duelo en el territorio que era de mi papá, y empiezo, si queres, a hacerlo en otra parte. La obra empieza a hacer ese camino, el final es el comienzo, y eso trae mucha vitalidad, una renovación. Hace dos viernes vino Agustina Comedi, ella conoce mucho mi material, me asesoró, vio el corte, y me dijo que estábamos distintos. Dijo que no estaba el dolor combativo del inicio. Para nada lo decía como si fuera un problema. A seis años de estrenarla, hay cosas que cambiaron. No recuperamos el espacio físico, pero recuperamos otras cosas.
—¿Qué te gusta a vos de contar?
—Me gusta la posibilidad de nombrar las cosas de otro modo, de contar la poesía en lo mundano, en lo cotidiano, en lo que aparentemente pasa de largo. Me gusta mucho la gente y su cómo hablar, la gente que tienen un juego en el modo del decir. Siempre ví de esa manera. Siempre me parece que hay algo que no se está viendo, bello en su singularidad. La otra vez daba una charla con otra gente, yo recuerdo y contaba el flash de ver una obra de teatro en la Feria del Libro, en una de las salas. Pero revisando un poco más, tengo muy grabada una escena dramática: una vecina, amiga de mi mamá, que la deja el marido, y sale a la calle diciendo que se va a prender fuego, y todas diciendo “basta, Sara”. Todo eso es una escena dramática. No sabes donde entra el veneno. O donde estaba. La forma de contar es parte de nuestra existencia. Los relatos nos constituyen. Me fascina lo que pasa con la memoria. Muchos vínculos se articulan con lo que recordas o crees que recordas de esa persona.