“La peor película que he hecho jamás”. Esa frase salida de la boca de Federico Fellini ofrece el morbo perfecto para el interrogante que se impone. ¿A cuál de ellas se refiere? ¿A aquellas que le supusieron disputas bizantinas con su productor Dino De Laurentiis por el excesivo presupuesto y el infinito calendario de rodaje? ¿O a aquellas que tuvieron problemas con la censura del Vaticano? ¿A La Dolce Vita, a Ocho y medio o a Giulietta de los espíritus? A ninguna de ellas. El cine de Federico Fellini cosechó celebraciones y también disidencias alrededor del mundo. Desde su despegue con los coletazos neorrealistas de Los inútiles y La strada, hasta la consagración autoral en los 60, el cineasta italiano fue venerado como el Gran Director Italiano, premiado en festivales y homenajes, pero también se convirtió en el epicentro de rumores de conflicto y dislates de producción que le valieron las páginas de la prensa amarilla. Esas contradicciones justificaron una afirmación tan tajante como aquella que su biógrafo John Baxter decide poner como título del capítulo 26. “La peor película que he hecho jamás” no es otra que Casanova.
Pero empecemos por el principio. Eran los años 70 y Federico Fellini había vivido un renacer de su creatividad en un excéntrico viaje al pasado con Amarcord. La película se estrenó con gran expectativa, ganó premios y fue rentable como pocas en toda su trayectoria. Pero, además, le permitió cerrar el capítulo de su infancia, los tiempos en Rímini, la mirada evocadora que había sobrevolado sobre toda su obra. Ahora era tiempo de madurez, de reflexionar sobre un futuro en el que asomaban las sombras de la vejez. “Todas las películas de la década siguiente [con Casanova a la cabeza] provienen de su experiencia adulta, y muchas se frustraron por su incapacidad para adaptarse a ella”, explica Baxter en su libro Fellini (1994). “Tal vez inconscientemente he puesto todos mis miedos, la ansiedad con la que no puedo enfrentarme, en esta película -reflexionaba Fellini en 1973, recién cumplidos sus 53 años-. Quizás la película [Casanova] se ha alimentado de mis miedos”.
Por entonces Fellini seguía siendo un predilecto de los paparazzi, y sus problemas financieros -deudas con Hacienda que lo llevaron a vender su casa de verano en Fregene- se sumaron a los rumores de tensión en la relación marital con Giulietta Masina. Lo fotografiaron abrazando a Capucine en un restaurante, lanzaron rumores sobre un affaire con la actriz Olimpia Carlisi, y hasta el corresponsal de Time en Roma llegó a llamar al director el ‘Svengali’ de la joven actriz, hecho que culminó con una demanda por libelo en 1976. Fellini y Masina ofrecieron una conferencia de prensa juntos para terminar con el chismerío sobre su matrimonio pero las voces que anunciaban la crisis no se acallaron. Algunas, como la actriz Marika Rivera, señalaban que la relación era “demasiado fría”, y otros como Bernardino Zapponi -guionista de películas como Fellini Satyricon y Roma– declaraban que “Masina y la vida que ambos comparten son una protección para Fellini”. Lo cierto es que en ese clima comenzaron los preparativos para el proyecto más complejo y ambicioso de su carrera.
La noticia recorrió la prensa como reguero de pólvora: “¡Fellini hace el Casanova!”. Parecía una cuenta pendiente y, de alguna manera, un mandato para uno de los directores italianos más importantes de la historia para con uno de los bon vivants más atractivos del mundo occidental. En 1960 se habían publicado los doce volúmenes completos, y hasta entonces inéditos y no censurados, de la vida de Giacomo Casanova: L’Histoire de ma vie jusqu’à l’an 1797 [La historia de mi vida hasta al año 1797]. Dino De Laurentiis estaba interesado en el proyecto y se lo sugirió a Fellini durante la posproducción de Amarcord, en vistas de un contrato que todavía los unía. Le prometió que si aceptaba Casanova, podría reflotar Il viaggio, un proyecto que Fellini nunca había podido concluir.
Existía un guion de Tulio Pinelli basado en las memorias de Casanova, pensado para Orson Welles, que Fellini había contemplado filmar en los tiempos de La Dolce Vita. Ahora la nueva asociación de los nombres de Fellini, De Laurentiis y Casanova se convertía en noticia en todas las portadas de los diarios de Italia. Según escribió la futura guionista Liliana Betti y cita Baxter: “Fue una trinidad casi mística y llena de maravillas que exhibía la solemnidad espectacular de una misa cantada”.
Giacomo Girolamo Casanova nació en Venecia en 1725, fue hijo de una actriz que era amante del príncipe de Gales y futuro rey Jorge II, y que lo dejó a cargo de una familia en Padua para su crianza. Después de un tiempo de soledad y maltratos, el joven Giacomo pasó a la órbita de un sacerdote que lo introdujo en el arte y la literatura llegando a ser una de las grandes personalidades de la Ilustración. Disertó con figuras como Voltaire y Rousseau, escribió novelas y obras de teatro, colaboró en Don Giovanni de Mozart, fue jugador prodigioso y espía secreto, aficionado al ocultismo y un promiscuo ejemplar. Convirtió su autobiografía en una saga de vivencias, precisa en detalles y nombres propios, cruda en descripciones y audaz en semblanzas políticas. Hasta ese momento la figura de Casanova se había circunscripto a sus hazañas sexuales desechando los otros aspectos de una vida compleja y fascinante. El desafío para Fellini era restituir la estatura de hombre culto, refinado y de humor ingenioso por sobre el arquetipo del seductor empedernido.
Para la gestación del guion, Fellini pensó primero en Tonino Guerra, con quien había trabajado satisfactoriamente en Amarcord, pero Guerra debió abandonar el proyecto por problemas personales y entonces el director recurrió a Bernardino Zapponi, un entusiasta de la literatura erótica, como lo había demostrado en su adaptación del Satyricon de Petronio. “Zaponi fue quien mostró por primera vez la edición completa de las memorias de Casanova a Fellini -revela Baxter-, seis gruesos volúmenes de dos mil páginas cada uno. Fellini se asustó y durante las semanas en las que escribieron el guion mostró a menudo su irritación llegando incluso a arrancar páginas en una acceso de furia”.
De Laurentiis recibió el guion en junio de 1974, sin atisbo de la ligereza y picardía que había imaginado. El guion de Fellini y Zapponi condensaba bajo esa sexualidad agobiante y mecánica las reflexiones de un hombre signado por el agotamiento moral y la desesperación existencial. “Casanova se convirtió en ‘el Casanova de Fellini’ -destaca Baxter-, un hombre viejo y cansado, que revive su vida en ensoñaciones desde el castillo de Dux y comprende que su presunción solo mereció desdén por parte de los grandes de su tiempo y su búsqueda de sensaciones ahogó su capacidad de amar”.
Fellini declaró en varias oportunidades que nunca tuvo la intención de recrear las aventuras amorosas de Casanova desde un punto de vista complaciente y divertido. Y algo de esa decisión conmovió inesperadamente al productor napolitano y lo puso manos a la obra para encontrar al actor que debía interpretarlo. Viajó a Hollywood y se entrevistó con Marlon Brando y Al Pacino, en alza luego del éxito de El padrino, hasta que pensó en Robert Redford, en sintonía con la perspectiva de los distribuidores estadounidenses. Volvió a Roma y se lo comunicó a Fellini. “Era una decisión tan desafortunada que Fellini no podía creer lo que Dino [De Laurentiis] le estaba diciendo”, señala Baxter. Las relaciones entre ambos se tornaron tirantes, Fellini rechazó sin vacilación a Redford porque no representaba en nada a Casanova, y De Laurentiis insistió en que era la oportunidad de delinear una lista de amantes que convoque a las mejores estrellas de Hollywood. Llegado a un punto muerto el acuerdo, De Laurentiis sugirió a Jack Nicholson o a Michael Caine, Fellini confirmó que solo quería a Marcello Mastroianni.
Un ramo de rosas y una sesión de espiritismo
De vuelta en Hollywood, el productor evaluó los costos de la película: tres millones de dólares. Por entonces una suma irrecuperable si no contaba con una estrella que la vendiera internacionalmente. Convencido de que podía encontrar dinero en otra parte, Fellini soñaba con desembarazarse de su socio napolitano. Quien cumplió su sueño fue Andrea Rizzoli, millonario heredero del imperio Cineriz de su padre Ángelo y reciente comprador del diario Corriere Della Sera. “Andrea aceptó financiar Casanova en su villa de Saint-Jean-Cap-Ferrat mientras tomaba baños en la piscina”, cuenta el biógrafo de Fellini.
Era agosto de 1974 y el rodaje se programó para el 30 de octubre y el estreno para fines de 1975. Fellini reunió rápidamente al equipo: Nino Rota en la música, Giuseppe Rotunno en la fotografía, y Danilo Donati en los decorados y el vestuario, bajo la personalísima supervisión del director. “Los escenarios de la película eran incontables: tejados y lagunas de Venecia, un teatro en Dresde, palacios romanos, un harem moro, las calles de Londres y el Támesis envuelto en niebla, además de diversas posadas, villas, prisiones y prostíbulos”. Todo se iba a recrear en Cinecittà, que para entonces estaba en un estado de deterioro avanzado con goteras, suelos desiguales, gatos pululando por el lugar. Pese a ello, para Fellini era como su casa.
El desafío de la producción consistía en mantener el presupuesto debajo de los cuatro millones de dólares. Para ello, se persuadió a los responsables de Cinecittà de rebajar los costos, a Donati de pasar de 72 decorados a 54, y se disminuyeron los egresos por traslado al mudar todos los vestuarios a las dependencias de Roma. Eran 3000 trajes hechos a mano, 400 pelucas, medias de seda y ropa interior con materiales originales y tejidos teñidos a mano. El volumen de la producción empujó la fecha de rodaje hasta febrero de 1975.
Lo que desvelaba a Fellini y a su nuevo productor era la elección del protagonista. “Fellini dibujaba y garabateaba, puliendo el aspecto de la película y de su protagonista. La mayoría de esos retratos muestran a Casanova de perfil, para poner de relieve su nariz arqueada, su autoritario mentón y su alta frente. Fellini decidió filmarlo de esa manera. En su imaginación, se estaba convirtiendo en una ‘figura pública con actitudes extravagantes, en un fascista jactancioso’”. Con esa imagen en la cabeza, pensó en Gian María Volonté si Mastroiani no estaba disponible, rechazó a Alberto Sordi, hasta que un nombre comenzó a invadir su cabeza: Donald Sutherland.
“La candidatura de Sutherland parece haber surgido de un rumor”, comentó entonces Liliana Betti. “Un rumor que se hizo cierto a fuerza de repetirse”. Sutherland había visto a Fellini cuando este visitó el set de Novecento, la película de Bernardo Bertolucci. Cuando se enteró que el director buscaba al intérprete de Casanova le mandó un ramo de veinte rosas y le aseguró que él lo interpretaría por la módica suma de 180 mil dólares. Por entonces, la relación entre Fellini y Rizzoli se agitaba debido a la escalada del presupuesto y a las demoras en el inicio del rodaje, así que la exigencia de una estrella era irrenunciable. En su libro, Baxter cuenta que Fellini visitó al pintor y parapsicólogo Gustavo Rol, quien se comunicó con el espíritu de Casanova durante una sesión espiritista. “El espíritu de Casanova reprendió a Fellini por referirse a él con su apelativo familiar y Rol escribió cuarenta hojas en una letra ilegible que, aseguraba, era la palabra del espíritu de Casanova. Apenas se entendían algunos consejos sexuales pero nada para el rodaje. Fellini volvió desilusionado al set de filmación”.
Antes de la Navidad de 1974, la Cineriz de Rizzoli se bajó del proyecto cuando descubrió que el presupuesto ya superaba los cinco millones de dólares. Fellini presentó una demanda por incumplimiento de contrato y comenzó a buscar respaldo financiero por diversos frentes: con Gianni Agnelli de la Fiat, con ejecutivos de las Naciones Unidas y con el grupo Montedison, hasta llegar al borde del colapso por ver repetida la historia de su proyecto trunco Il viaggio. Finalmente a fines de enero de 1975 recibió una oferta del productor Alberto Grimaldi que le proponía un acuerdo con la Universal para la distribución internacional. La razón del acuerdo era el éxito conseguido por otro italiano, Bertolucci, con Último tango en París. Pero la Universal quería filmar en Londres y en inglés. Después de mucha deliberación, Fellini aceptó el idioma pero negoció la permanencia del rodaje en Roma. Convocó a Gore Vidal para retocar el guion y aceptó a Donald Sutherland como el protagonista. “La primera película en inglés de Fellini” tituló Variety, y con ese empuje la película consiguió a la Gaumont como distribuidora en Francia y a la Titanus en Italia. El proyecto parecía encaminado.
Vidal reescribió el guion pero Fellini le advirtió que solo lo usaría para convencer a la gente de la Universal y luego filmaría sin sonido directo, doblando todo en posproducción. “No creo que usara nada de lo que escribí -manifestó Vidal tiempo después-. Fellini es un pintor más que un artista narrativo, y con Casanova el pintor volvió a convertirse en el dueño”.
Cinecittà se vistó con los numerosos decorados de la película, todos oscuros, de techos bajos, con colores azules y violáceos, envueltos en cortinajes y atestados de mesas y armarios. Venecia se recreó en el lago del estudio y fue el decorado del carnaval del comienzo de la película, con la cabeza de Venus navegando por el canal, y de la melancólica conclusión, convertido en una pista de baile de hielo grisáceo. Sutherland se sumó en julio de 1975, preparándose para un rodaje que concluiría luego de 150 días agotadores. “La sensación de que se lo habían impuesto envenenó la relación con Fellini”, explica Baxter. “Cuando más luchaba con el papel, menos simpatía le tenía el director. ‘Pobre tipo, se cree que se va a convertir en la encarnación del latin lover’, murmuraba Fellini entre sus colaboradores”.
Todos los días, Donald Sutherland se sometía a tres horas de maquillaje bajo las órdenes de Gianetto di Rossi que lo transformaban en el personaje. Le depilaron las cejas, le afeitaron siete centímetros del cuero cabelludo en la frente, le hicieron los ojos oblicuos poniendo pinzas en los bordes. Di Rossi le aumentó el puente de la nariz con un relleno y le aplicó un falso mentón. En total le pusieron la nariz y la barbilla postizas unas 300 veces, le variaron el maquillaje 26 veces y se cambió 40 veces de traje y peluca. “Para Sutherland el papel más importante de su vida se había convertido en una enfermedad”, recordaba Daniel Toscan du Plantier, el supervisor de Gaumont. “Fellini lo llamaba ‘El Canadiense’ las veces que se dirigía a él, pero a menudo lo evitaba y no le explicaba nada”. Para el actor era muy difícil dar cuerpo a un personaje que por momentos resultaba repugnante.
En una escena que ocurre hacia el final de la película, Casanova recuerda a una mujer autómata con la que se imagina bailando sobre el Gran Canal en un encuentro sexual libre de ataduras y responsabilidades. El rodaje de la escena de sexo entre Casanova y la muñeca resultó una experiencia perturbadora en el recuerdo de Fellini. “La gente del equipo se quedó muda, preocupada, conmovida por la materialización de un sueño infantil que implicaba poseer a una mujer dócil y al mismo tiempo el remordimiento de considerarla como algo muerto y servicial”. Fellini concentró en esa representación una mirada crítica sobre la sexualidad de su propia generación, más que aquella del siglo XVIII. Esa rigidez del personaje, macho alfa envanecido en su propia mitología como amante, se desvanecía en tanto quedaba en ridículo frente a la muñeca que oficiaba de mudo partenaire.
A la película le quedaba un último contratiempo: durante las vacaciones de verano desaparecieron parte de los negativos -junto con algunos de Saló de Pier Paolo Pasolini- del laboratorio romano de Technicolor. Las escenas eran gran parte de las primeras semanas de rodaje y los ladrones exigieron un rescate elevado que Grimaldi se negó a pagar. Fellini anunció que si no se recuperaban los negativos usaría tomas descartadas o pondría directamente un cartel que dijera “Escenas Robadas”. Casi a punto de concluir el rodaje, apareció el material en la puerta de Cinecittà. Algunos lo asociaron al asesinato de Pasolini ese mismo año y a la polémica alrededor de Saló, que se almacenaba en los mismos depósitos.
La última guerra entre Fellini y Grimaldi se produjo casi al final del rodaje, cuando la disparada del presupuesto ocasionó el último altercado. “Fellini admitía los retrasos y el crecimiento del presupuesto pero culpaba a las huelgas, a la lentitud para construir los decorados, a la enfermedad de Sutherland durante algunos días y a propia interferencia de Grimaldi”, explica Baxter. Grimaldi respondió furioso en la prensa asegurando que “la estima de Fellini por el dinero es similar a la de Atila por la tierra. Atila quema la tierra, Fellini el dinero”. Al final todo se resolvió en los tribunales: Grimaldi invertiría otro millón y Fellini no se extendería más allá de mayo de 1976.
La película consiguió así su título definitivo: Il Casanova di Federico Fellini. El costo final fue de 10 millones de dólares y se convirtió en la película más cara de la carrera del director. Sin embargo, ni a Grimaldi ni a la Universal los convenció el resultado. “¡La película no es erótica!”, se quejaban. Fellini había conseguido una mirada profunda e introspectiva sobre los aspectos más desagradables de la vida de Giacomo Casanova, su soberbia y petulancia reflejadas como un halo de patetismo y ridículo. Tiempo después el propio director encontraría en esa obra crepuscular un testimonio de las sombras de su propia personalidad: “Casanova será siempre mi película más completa, expresiva y valiente”.