La moto dañada. La pared de la finca destrozada por el choque. Y un conductor sin casco, con lesiones típicas de los golpes y ya muerto. Todo daba a entender que estaban frente a las consecuencias de un siniestro vial. Un accidente más, con un motociclista que perdió el control de su rodado y se estrelló en ese muro a la vera de la vieja calle San Miguel. Pero no. No era lo que parecía. El médico forense que examinó el cadáver detectó una pequeña herida en la parte posterior del hombro derecho de la víctima. Un orificio que, para sorpresa de muchos, resultó ser un impacto de bala. Más precisamente el proyectil de un arma de fuego que le ingresó al cuerpo, afectó órganos vitales y le causó la muerte.
Esa noche se abría el interrogante sobre una causa judicial que empezó como un accidente tránsito y pasó a investigarse como homicidio. El asesinato de Carlos Alberto Caballero es otro de los misterios en la historia criminal de San Juan que se silenció con los años, pero que perdura en la memoria de algunos desde el 2002 y que nunca se esclareció.
Accidente a medias
Era verano. Jueves 7 de febrero de 2002. Una noche más en esa casa de adobe de la finca de la esquina de las calles Hipólito Yrigoyen –o San Miguel- y 6, Pocito. Empezaba a oscurecer. Carlos Alberto Caballero anunció a Mirtha que salía unos minutos, que iba a pedir unos pesos a su patrón y de regreso pasaba a comprar algo para cenar. Su mujer y sus hijos Andrea, Graciela y Carlos pensaron que pronto volvería.
A la hora 21 llamaron a la puerta de la casa de los Caballero. Mirtha Gil atendió y se encontró con un hombre que, algo inquieto, preguntó por su esposo. Ella respondió que no estaba. Esta persona ahí nomás consultó si su esposo andaba en moto y vestía pantalón marrón y chomba verde. “Porque me parece que su marido que ha tenido un accidente allá, en la San Miguel pasando 5”, explicó.
No lo dudaron ni un segundo. La mujer y sus hijos salieron corriendo hacia esa zona. “Fuimos y vinimos como cinco veces por toda esa zona que nos dijo y no vimos nada. Cuando al rato vemos las luces de un patrullero y a los policías al costado de la calle. Nos acercamos y allí estaba mi papá tirado con su moto, estrellado en la pared de una finca”, recordó Graciela, que era apenas una adolescente.
Carlos Alberto Caballero no se movía, no respondía. Permanecía tendido encima de su moto Daelim 50 cc, con su cuerpo de costado. Junto a él hallaron una bolsa con fiambres y pan que había comprado. Notaron que presentaba golpes y vieron algo de sangre en una de sus manos. El fuerte impacto había partido la estructura de cemento de la pared de premoldeado. “Estaba tan oscuro que no pudimos verlo bien. Ya estaba muerto”, relató Graciela.
La presunción, por todo lo que se veía, llevó a dar por sentado que se trataba de un fatal accidente. Lo relacionaron a una mala maniobra o a la poca visibilidad en esa zona, que en ese entonces no contaba con iluminación. De hecho, a la mañana siguiente los vecinos salieron a reclamar el alumbrado público.
El crimen
Otra cosa sucedía en la morgue judicial de Rivadavia. El médico que practicó la autopsia al cadáver de Caballero confirmó la presencia heridas producto del choque contra la pared, pero se dio con otro detalle no esperado. Mientras revisaba el cuerpo descubrió que presentaba un oficio en la zona del omóplato derecho. Al examinarlo detenidamente comprobó que era el impacto de una bala. Constató que el proyectil siguió su trayectoria por dentro del cuerpo hasta dañar órganos vitales del tórax. Y que ese plomo, de un revólver calibre 22, había sido el desencadenante de la muerte de jornalero, no las lesiones del posterior accidente.
Esto dejó perplejos a los investigadores policiales. Estaban frente a un asesinato y nadie se había percatado del ataque a tiros. Todos quedaron desorientados, más todavía la familia Caballero que no entendía que pasaba. “No podíamos creerlo. ¿Quién podía haber matado a mi marido? Si él no tenía problemas con nadie. Era un hombre bueno, trabajaba todo el día y todos lo querían”, reflexionó Mirtha.
Las hipótesis
Como en otros casos, los investigadores policiales empezaron a indagar sobre la vida de la víctima. Pero por más que escarbaron, no encontraron nada sospechoso en torno a Carlos Alberto Caballero. Si era un humilde recolector de basura contratado de la Municipalidad de Rivadavia. Un hombre que labraba la tierra en las fincas y trabajaba en las cosechas a la par de su mujer y a sus hijos, que aquel momento tenía 15, 14 y 12 años.
Se bajaró la posibilidad de una venganza contra él por algún problema con un vecino u otra persona, pero ni una sola versión sostuvo esa hipótesis. Otra teoría fue la de una bala perdida por la acción desaprensiva de un vecino que hizo disparos en cualquier dirección e hirió mortalmente a Caballero por accidente.
La otra posibilidad que estudiaron fue que Caballero haya sido víctima de intento de robo. Tenía lógica. Quizás unos ladrones lo vieron en su moto, se le atravesaron en la calle para asaltarlo y, al ver que no se detuvo, le dispararon por la espalda.
También se instaló el rumor que podía ser el ataque de un vecino despechado que confundió a Caballero con el amante de su mujer y disparó contra él por equivocación. O se habló de que su asesinato tenía relación con la trama de un grupo mafioso por la disputa de los loteos en la finca donde él trabajaba.
En la nada
Ninguna de las líneas investigativas, desde la teoría de la bala perdida al ataque mafioso, encontró respaldo en base a algún testigo o una pista concreta. Las intrigas se perdían en las propias incertidumbres de los policías y del juez Guillermo Adárvez, del Tercer Juzgado de Instrucción, no le encontraban la vuelta al caso.
La familia de Caballero y sus vecinos cortaron las calles y se manifestaron pidiendo el esclarecimiento del crimen, pero sus lágrimas, el dolor y el clamor de ese reclamo no tuvo eco. Graciela lo vio venir: “Nunca supimos qué pasó. Y todo fue muy difícil. Estábamos muy mal, pero, además, no teníamos tiempo para seguir lamentándonos. Había que seguir. Mi madre quedó sola y nosotros éramos chicos. Recuerdo que cuando murió mi papá estaban todos. Nos decían que no nos preocupáramos, que iban a estar para lo que sea y que nos ayudarían a salir adelante. Pasaron los días y todos desaparecieron. No había nadie”.
Empezar de nuevo
Esa fue otra parte de la historia detrás de la tragedia. Mirtha tuvo que afrontar la realidad junto a sus hijos en plena adolescencia. La provincia y el país venía de la crisis política y económica del 2001. La dura vida de esa familia desamparada hacía interminable el sufrimiento por la muerte de Carlos y todo costaba el doble. Los chicos alternaban sus estudios con los trabajos en la temporada de cosecha al lado de Mirtha.
Al tiempo, ella consiguió que la municipalidad le otorgara un Plan Jefe de Hogar. Los hijos de Caballero crecieron con ese vacío por la ausencia de su padre y la desgracia familiar, pero continuaron sus estudios secundarios hasta que se recibieron. Mirtha trabajó limpiando plazas hasta que la hicieron contratada y, tras largos años de espera, obtuvo el pase a planta permanente. Hoy se desempeña en el área de Recursos Humanos del municipio de Rivadavia.
De la casa de los Caballero en esa finca situada en Hipólito Yrigoyen y 6, cerca de donde mataron a Carlos, ya no queda nada. Con el plan de erradicación, la familia se mudó a una vivienda del barrio Valle Grande en Rawson.
Los chicos se hicieron grande. Andrea, la mayor, partió con su marido a la provincia de Santa Cruz y allí crían a sus dos hijos. Graciela es una pequeña comerciante y formó su familia junto a su marido albañil y sus cuatros hijos. Su único hijo varón se llama, justamente, Carlos Alberto en memoria de su padre. El más chico de los Caballero, Carlos, también es papá de una nena. Y, aunque está en pareja, acompaña siempre a su mamá.
Mirtha pasó muchos años llevando luto, no pensaba en otra cosa que sus tres hijos. De muy grande se planteó rehacer su vida con otro hombre, pero no tuvo suerte y volvió a quedar sola. “No es para mí. Yo soy feliz con mis hijos y mis nietos”, aclara la mujer que pasa los 60 años.
A casi dos décadas del crimen de Carlos Alberto Caballero, a Mirtha se le mojan los ojos cada vez que mira la foto de su esposa fallecido y recuerda aquella noche de febrero. A sus hijos se le quiebra la voz al hablar de él. Es que, pese al transcurso de los años, cargan con la angustia de no saber la verdad y con la certeza que el asesino de su padre anda libre por ahí.