Del “torture porn” a conquistar la industria del cine: James Wan, el último maestro del terror

Ningún psicopedagogo recomendaría contarles historias de fantasmas a los chicos. Y es que nada cala tan hondo como los traumas que experimentamos en la infancia. Pero en el caso de James Wan esa experiencia no fue perturbadora. Todo lo contrario. Su mamá no buscaba aleccionarlo ni atemorizarlo: solo quería motivar su imaginación con espectros y entes malignos. El plan familiar por excelencia era contarle esos relatos terroríficos –algunos solo eran versiones edulcoradas de situaciones que ella misma enfrentaba en el hospital donde trabajaba- y tampoco faltaban salidas al cine para ver películas de género fantástico. No estaba criando a un monstruo, sino a un cinéfilo de 5 años.

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A los 7 años se mudó de Malasia a Australia, pero nada cambió mucho: los pasatiempos seguían siendo cuentos y cultura pop. Su vocación se despertó cuando vio Blancanieves y los siete enanitos en una pantalla gigante. No solo supo que quería hacer películas, también sintió una atracción inevitable por la representación de fuerzas oscuras. Esa tendencia se acentuó cuando fue creciendo y abrazó la obra de referentes como Mario Bava, David Cronenberg, William Friedkin, Dario Argento, John Carpenter y Steven Spielberg. Esos fueron sus verdaderos maestros más allá de los aprendizajes que incorporó cuando cursó la licenciatura en medios en el Instituto Tecnológico de Melbourne.

El inicio de su etapa como estudiante fue menos estimulante de lo que esperaba. Mientras sus compañeros se inclinaban por el “cine arte”, él quería explorar cómo asustar y entretener a la audiencia. Sin embargo, cuando conoció a Leigh Whannell, ya no estuvo más solo. “Hubo una clase en la que todos tenían que mostrar sus trabajos. Había muchas películas en blanco y negro y súper-8 en las que veíamos la vagina de alguien proyectada durante 10 minutos. Yo estaba sentado ahí, viendo ese tipo de cortometraje artístico y apareció él con su corto Zombie Apocalypse o algo así. Y me encantó. Luego, fui a buscarlo en un pasillo y nos hicimos amigos”, le contó Whanell a AVCLUB.

Ya graduados, después de desechar varias ideas que reciclarían en el futuro, la dupla vendió todo lo que tenía a su alcance para filmar el cortometraje Saw. Su premisa era sencilla: un asesino que encierra a dos extraños en una sala de tortura para “enseñarles a valorar la vida”. Retorcido y novedoso, ese trabajo amateur se convirtió en un imán de propuestas. Los cineastas viajaron con los puesto a Los Ángeles y eligieron a la incipiente productora Twisted Picture para desarrollar su proyecto. ¿El motivo? No les aportaban un gran presupuesto, pero sí más libertad. “Costó 700 mil dólares y la filmamos en 18 días, no fue muy distinto a nuestros proyectos estudiantiles”, reconoció Wan.

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La historia contenida en esos 9 minutos se extendió y se transformó en El Juego del Miedo, la película que inauguró el “torture porn” a comienzos del milenio. El recibimiento de la crítica fue mixto: algunos le dieron la bienvenida a ese terror más visceral -en todo sentido- y otros etiquetaron a su autor como un “pornógrafo gore”. Sin embargo, aunque muchos se quedaron con el revoleo de tripas y la amputación explícita de un pie, también había un thriller desordenado con dos giros muy ingeniosos. A la distancia, ambos creadores admiten que no pueden verla sin avergonzarse de algunas transiciones o partirse de la risa por la gran cantidad de errores que detectan en el metraje.

Shawnee Smith en “la trampa de oso invertida”, una de los objetos más espeluznantes de “El Juego del Miedo”. (Foto: Lionsgate)

Como a muchísimos cineastas, después de romper todo en la taquilla -y de paso ponerle fin a la fatigada moda de cintas sobre asesinos de adolescentes, Wan no repitió el éxito inmediatamente con sus siguientes películas. Sentencia de muerte y El Títere fueron dos propuestas interesantes, pero no tuvieron el mismo recibimiento que la ingeniería macabra de Jigsaw. Así que decidió volver a lo suyo: meter miedo, mucho miedo. El resultado fue La Noche del Demonio, una verdadera joya artesanal -costó apenas 1.5 millones de dólares- donde los sustos fueron menos físicos y más sobrenaturales. Esta vez no había gore, solo imágenes perturbadoras y un uso magistral del silencio.

Mientras que ese compendio de los mejores trucos de terror en una casa encantada le permitió congraciarse con los suyos, el siguiente paso fue mucho más ambicioso: El Conjuro, una superproducción de la vieja escuela “basada en hechos reales” y pensada como un atractivo realista para el gran público. La crítica celebró la propuesta y las salas se llenaron. Tan grande fue el éxito de esa puja entre Dios y el diablo, que la historia del matrimonio Warren derivó en un universo cinematográfico compuesto de 8 films ya estrenados y dos en plena producción. Podemos discutir la calidad de varias de esas entregas, pero es un hecho que marcaron una tendencia en la industria.

La muñeca Annabelle, uno de los personajes más aterradores del universo cinematográfico de “El Conjuro”. (Foto: Warner Bros.)

Wan volvió a demostrar que sabía cómo crear una propuesta seductora para las masas. Inevitablemente eso hizo que fuera convocado a conducir dos tanques: Rápidos y Furiosos 7 y Aquaman, donde ofreció puro espectáculo. Sin embargo no rindieron culto a la clase de propuestas que lo transformaron en realizador, así que decidió aprovechar los baches en su agenda para darse un gusto: Maligno, un homenaje a todos los héroes de su adolescencia y una forma de volver a desafiarse en su propio juego. “Hay que ser audaz y asumir riesgos una y otra vez. Tenía que hacer una película original, que evocara mis orígenes y asimismo fuera algo nuevo y diferente para el público”, sostuvo.

Annabelle Wallis en un fotograma de “Maligno”. (Foto: New Line Cinema)

Y aunque las aguas estén divididas, nadie puede negar que salió de su zona de confort. La historia rinde culto al giallo -una variante italiana aún más sádica de lo que hizo Alfred Hitchcock en Psicosis– y se anima a coquetear con lo bizarro como nunca antes en su carrera. A partir de la extraña patología de la protagonista -es acá donde evitamos los spoilers-, el espectador se somete a un festival sangriento e inverosímil. Tan disparatada es la trama que es difícil separar lo bizarro de lo espeluznante. No faltan guiños a una pila de VHS con los que creció, plot twists descabellados y un último acto que no ofrece respiro. Un cóctel que sus fans agradecen.

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Hoy el cineasta tiene 44 años -aunque parezca de muchos menos- e hizo el pastiche que le hubiese encantado ver cuando tenía 5 años y también cuando era un adolescente. Como ya ha pasado en las últimas dos décadas, es posible que ese placer personal vuelva a cambiar el rumbo de los sustos en Hollywood. Si no sucede, será en su próxima película. De alguna manera siempre lo logra. ¡Asuste, maestro!

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