Nombres y películas fundamentales de la nouvelle vagueEconomía 

Nombres y películas fundamentales de la nouvelle vague

La semana pasada hablamos del expresionismo alemán y, con ejemplos, mostramos cómo podía estar un poco equivocada tal etiqueta. Esta semana hablemos de otro “malentendido”, la nouvelle vague. Que sí, existió como algo orgánico con su propio nombre -se lo dieron los cineastas desde la crítica- pero en realidad no es tanto un estilo como un modo de producir películas.

La historia es interesante porque es probablemente el primer movimiento cinematográfico nacido a partir de la crítica, totalmente autoconsciente y moderno en ese sentido. La historia es muy conocida: Francois Truffaut, Jean Luc-Godard, Eric Rohmer, Claude Chabro y Jacques Rivette eran cinéfilos y escribían en la influyente Cahiers du Cinéma, la revista fundada por André Bazin que dio origen a la crítica moderna. Tenían muchas cosas en común: en principio, renegar de lo que llamaban “tradición de calidad” del cine francés, que consistía en hacer filmes basados en textos prestigiosos. Truffaut había escrito un artículo incendiario al respecto que aún se cita: Una cierta tendencia del cine francés. Pero eso también tenía una posición política, porque acusaban a muchos de los viejos realizadores de haber colaborado con el gobierno de Vichy -títere de la ocupación nazi- en lugar de rebelarse. Por eso, además, adoptaron como divisa que el cine era básicamente el de Hollywood, comenzaron a hablar de la “política de autores” (cuyos núcleos eran Hitchcock y Hawks), y se aliaron al neorrealismo italiano. Eso y muchas otras cosas, claro: sobre todo, creían que el cine era un arte personal e individual como la literatura o la pintura, y que solo depende del autor, que es el director. No vamos a ir más allá de esto, créanlo como postulado.

Paralelamente, un grupo más intelectual (le llamaban el de la Rive Gauche, porque en la margen izquierda del Sena están las universidades como la Sorbonne) conformado por Alain Resnais, Jacques Demy -y su esposa, Agnès Varda- y Chris Marker también pensaban que había que dar vuelta como un guante el cine y quitarle sus corsets. Entre ambos grupos (que eran básicamente todos amigos, ojo) nació la nouvelle vague. De hecho, Godard encabezó una mesa redonda con la participación de Marguerite Duras y Resnais sobre Hiroshima, Mon Amour y fue la primera vez en que se usó la etiqueta. Que signifi ca “nueva ola”, ni más ni menos. Acá se la usó para el Club del Clan y en los 80 surgió la música new wave. Efectos laterales, pero divertidos de mencionar.

Ahora bien: Hiroshima, Mon Amour, una película que mezcla el documental y con un montaje audaz y “raro”, no tiene nada que ver con el policial satírico-refl exivo de Godard Sin Aliento, ni con la autobiográfica y melancólica Los 400 golpes, de Truffaut, ni con el suspenso cruel de Los primos, de Chabrol. Todas esas películas son de 1959 y dan nacimiento al “movimiento”. Por ahí, por esas fechas, andan La punta corta, de Varda, o el corto La panadera de Monceau, de Rohmer, y un poco después, París nos pertenece, de Rivette. El crítico Serge Daney, quien mucho más tarde dirigiría Cahiers, decía que la renovación más importante de la nouvelle vague fue la entrada de un nuevo grupo de actores, de rostros nuevos. En parte tiene razón: Jean-Paul Belmondo, Jeanne Moreau, Jean-Pierre Léaud, Anna Karina, Stéphane Audran, Jean-Claude Brialy, Jean-Louis Trintignant, Catherine Deneuve o Brigitte Bardot, aunque además trabajaran en el “otro” cine francés, fueron centrales. Pero lo más central era producir con poco dinero, en locaciones -es decir, en la calle, a veces sin permiso-, en capturar el pulso de la vida contemporánea, más allá de las historias que se narrasen o, incluso, si no se narraba ninguna historia. En las películas de los directores “cahieristas” (los que empezaron como críticos) hay muchas citas y homenajes al cine, en el de la Rive Gauche, no. Pero el afán de renovación, de tirar todo por la ventana y empezar de nuevo, era central.

Por eso es difícil hablar de un “estilo”: justamente, la constante era que cada uno hiciera lo que le resultaba mejor. Que se contase a sí mismo a través de las películas. Así, Los paraguas de Cherburgo es un musical donde los personajes cantan en lugar de hablar, casi una ópera pop, con momentos que refieren a la política (la Guerra de Argelia es un elemento que está en muchas de esas películas), pero es totalmente artificial. Mientras que Jules et Jim, que narra un matrimonio triangular, es más lírica y romántica que, por ejemplo, Alphaville, la sátira política de ciencia ficción creada por Godard. O no tan cruel como El carnicero, de Chabrol, que es un tremendo filme de terror y suspenso en la Francia rural, también con las perversiones sexuales (Las amigas, por ejemplo) y, siempre, el lado oscuro de la burguesía. Mientras que Rohmer, con Mi noche con Maud, transforma una conversación intelectual en un tratado sobre la seducción y el pecado, en una película que sí, es muy hablada (las demás, muchísimo menos) pero no deja de ser interesante en cada secuencia. O la extraordinaria exposición de la mirada y el sentir femeninos de Cléo de 5 a 7, de Agnès Varda. Digamos que hacían lo que querían y tuvieron éxito, aunque no todos y muchos cineastas que solo hicieron un filme en aquellos tiempos quedaron por el camino.

Hay otros que fueron influidos por ese aire: Louis Malle (Ascensor para el Cadalso) o Claude Lelouch (Un hombre y una mujer), por ejemplo, pero eran cineastas más convencionales. Y otros, pegaron una patada cuando vieron que, después de Mayo del 68, el movimiento había agotado su fuerza aunque no su influencia. Es el caso de Jean Eustache y su obra maestra La mamá y la puta, que revisita toda la nouvelle vague y le pone un cierre. Todas las películas mencionadas son fáciles de conseguir (pruebe por Qubit, que hay varias) en digital y es la manera de entender, luego, el cine americano de los 70. Pero esa es otra historia.

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