Poco a poco,
Mauricio Macri
fue adaptando su discurso económico, como lo demostró en su enfático mensaje ante la Asamblea Legislativa. No tanto en las formas, que invariablemente mantienen el tono optimista de un futuro mejor, sino en el contenido. Ahora evita cualquier pronóstico y habla de la construcción de nuevos cimientos para normalizar la macroeconomía, que lo tuvo a maltraer en sus primeros tres años de gestión.
Como toda construcción lleva tiempo, dejó de prometer resultados numéricos. Su objetivo es más modesto, pero no menos importante: llegar a
las elecciones de octubre
sin que la economía descarrile, como ocurrió con el shock cambiario de 2018 y la fenomenal distorsión de tarifas, precios y salarios. Entretanto, debe lidiar con otro año de
alta inflación
(no menos de 30/32% anual) y prender velas para que la recesión, agudizada por el apretón fiscal y monetario con su correlato de altas tasas reales de interés, encuentre su piso unos meses antes con el aporte de una cosecha récord. Con el financiamiento del
Fondo Monetario Internacional
(FMI) asegurado en 2019, pasaría a ser el primer presidente no peronista en completar su mandato y con minoría en el Congreso.
Aun así, estará lejos de su intención original de impulsar un crecimiento sostenido y con creación de empleos durante varios años. Para eso hará falta bajar significativamente la inflación y aumentar la inversión productiva a través de un programa económico más abarcativo y articulado. Una tarea que, en el mejor de los casos, quedará pendiente para 2020. Y que con la actual incertidumbre electoral convierte al futuro económico en una novela de suspenso. Por lo pronto, nadie puede asegurar si estará a cargo de Macri ni quién podría sucederlo en la Casa Rosada ante la disputa por el liderazgo en el peronismo. Ni qué proporción del electorado se inclinaría por la opción de una economía más “civilizada” a mediano plazo, o sucumbiría a la tentación de volver a una política populista, esta vez con una notoria escasez de recursos fiscales pese a la alta presión tributaria de los últimos 15 años.
El paulatino giro discursivo de Macri es producto de un costoso aprendizaje. Ya no utiliza eufemismos climáticos, como tormentas o turbulencias. En cambio, asume que la estanflación (recesión con alta inflación) es la consecuencia de un ajuste que se tornó inevitable, aunque complique sus chances de ser reelecto.
En retrospectiva, su origen está en haber subestimado en su momento los desequilibrios macroeconómicos serios heredados del kirchnerismo (déficits “gemelos” en las cuentas fiscales y externas), además del pecado original de no haber detallado su gravedad apenas asumió. De hecho, el informe “El estado del Estado” (de 230 páginas de texto corrido y publicado en la web de la Casa Rosada a mediados de 2016), señalaba en su introducción que su intención “no es condenar a un gobierno en particular, sino hacer un diagnóstico del Estado Nacional en diciembre de 2015 e identificar los desafíos pendientes, que a veces coinciden con errores o excesos de la administración inmediatamente anterior, pero con frecuencia muestran frustraciones argentinas de larga data, a veces incluso de décadas”. También mencionaba “sobreprecios” en la obra pública, sin aludir explícitamente a la sistémica corrupción de la era K.
Pero a esto agregó la política de intentar corregir los desajustes a través del gradualismo financiado con abundante endeudamiento en los mercados externos (a razón de US$30.000 millones anuales) y que, junto con el
dólar
barato, terminó por agravarlos entre 2016 y 2017. Parafraseando el actual discurso presidencial, en lugar de ocuparse de reconstruir los cimientos (la estructura y el gasto del Estado), el Gobierno -con el apoyo de una docena de provincias- apostó a tomar crédito y a hacerse cargo de los intereses para refaccionar un edificio deteriorado y que amenazaba con derrumbarse.
Esta apuesta fracasó. Tras el abrupto corte del financiamiento voluntario hace 10 meses (cuando se conjugaron la sequía, la suba de interés en los Estados Unidos y errores de política económica que pusieron en duda la solvencia de la Argentina), la única opción disponible pasó a ser el duro programa de ajuste acordado con el FMI a cambio de desembolsos récord por US$57.100 millones. O sea, más deuda; pero esta vez condicionada al cumplimiento del plan “doble cero” en materia fiscal (déficit primario sin intereses de la deuda) y monetaria (emisión de pesos sin respaldo), más flotación del dólar dentro de la ancha banda cambiaria móvil regulada por altas tasas reales de interés. Fue el mal menor: si la Argentina no hubiera salido del default ni se hubiera reinsertado en el mundo en 2016,
se exponía a sufrir una crisis similar a la de 2001.
Con este corsé, es explicable que la economía no sea uno de los ejes de la campaña electoral del oficialismo. Menos aun cuando la performance de los últimos tres años se asemeja a una montaña rusa: la inflación fue de 40% en 2016, 25% en 2017 y casi 48% en 2018, mientras el PBI bajó 2,6%, repuntó 2,9% y cayó 2,6% en cada uno de esos años. Nada que ver con la previsibilidad y la reducción de la pobreza prometida por la Casa Rosada, que acaba de inyectar varios anabólicos a la raquítica actividad económica mediante la rebaja de contribuciones patronales, créditos subsidiados para pymes y subas anticipadas del salario mínimo (26%) y la asignación universal por hijo (46%).
Según la consultora LCG, el PBI de 2018 se ubicó en el nivel de 2011 y en el de 2008 en la medición per cápita. Si la economía hubiera crecido a un promedio de 2% anual en los últimos siete años, el acumulado sería de 22%. A su vez, el economista Miguel Kiguel estima que la salida de la recesión será este año más lenta que en los ciclos de 2008/2009, 2014 y 2016, ya que ahora se combinan la corrección fiscal (menor gasto público, mayor presión tributaria) y externa (más exportaciones, menos importaciones), en tanto que la política monetaria es mucho más dura que en las últimas recesiones y la inercia inflacionaria demorará hasta después del primer semestre la recuperación real de salarios y jubilaciones, afectados por los aumentos de tarifas y precios regulados.
Aunque otorgó prioridad a la agenda extraeconómica (lucha contra el narcotráfico y política exterior), Macri no dejó de rescatar avances como la credibilidad del Indec; mayor federalismo fiscal; expansión de redes de agua potable; vuelos de cabotaje; producción de energías no renovables; mayor conectividad digital; reapertura de mercados para exportar; simplificación de trámites, o la paulatina rehabilitación de ramales del Belgrano Cargas. Y apuesta a una mejora de imagen con la próxima inauguración de obras de infraestructura claves iniciadas antes del corsé fiscal como el Paseo del Bajo y la eliminación de pasos a nivel en la traza urbana de los ferrocarriles Mitre y San Martín. Aquí, las incomodidades para el tránsito son equiparables al tiempo y esfuerzo que requerirá reordenar la macroeconomía.
Dentro de la ancha franja de votantes moderados e indecisos, desencantados con Macri y que rechazan a
Cristina Kirchner
, juegan a favor del oficialismo la victimización de la expresidenta como “perseguida política” en sus múltiples causas por corrupción, o las increíbles declaraciones de Hugo Moyano en apoyo a la dictadura de Nicolás Maduro. También los piquetes, marchas y “ruidazos”, que seguramente formarán parte del paisaje preelectoral. Sin embargo, frente al justificado malestar que genera la dureza de la actual política económica, la oposición menos radicalizada no propone por ahora otras alternativas que la queja, mayor gasto público con su correlato impositivo-inflacionario o una incierta renegociación del acuerdo con el Fondo. Nada que parezca viable si se tiene en cuenta que, para que la deuda pública sea sustentable y puedan renovarse los vencimientos como lo hacen la mayoría de los países, el año próximo debería apuntar a un superávit fiscal primario y poner en marcha reformas de todo tipo, pendientes por falta de consenso político, que aún no está a la vista.
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